viernes, 1 de junio de 2012

Los jóvenes de hoy son los del 68


Elena Poniatowska


Hoy en día, tal parece que México es un país al que todo le duele, enfermo de corrupción, infectado de violencia, pero si uno se acerca a su corazón escucha un latido tan enérgico que lo pone a temblar: el de su juventud. 

Los jóvenes son mi fuerza, mi inspiración y mi orgullo. Creo en ellos como en el Santo Niño de Atocha en el que confiaba Jesusa Palancares. Sin ellos no tendría sentido teclear un día sí y otro también desde el año de 1953 hasta la fecha.
Sin los jóvenes, México estaría irremediablemente perdido, sin aliento, sin nadie por quién luchar, sin vuelo, sin futuro. La tienen difícil en estos años porque a los egresados de las distintas facultades universitarias se les cierran las puertas:
–¿Tiene experiencia?
–Acabo de terminar mi carrera.
–Lo siento. Que pase el siguiente.

Muchos tienen que trabajar para pagar sus estudios y al final se encuentran con que no hay nada para ellos y el veredicto es inapelable: No cubre usted el perfil para la vacante. Admiro a los jóvenes porque insisten y a veces logran su sueño a pesar de que México, hoy por hoy, es el país del desempleo.

Sin embargo, son los jóvenes los que se ponen de pie porque la marginación los hace sensibles a la injusticia y defender a los menos favorecidos; se identifican con los grupos que los gobiernos se encargan de sepultar y resucitar cada seis años con fines electorales. A lo largo del tiempo han sido solidarios con los ferrocarrileros, con los mineros, con los indígenas, con los campesinos, con los zapatistas, los paracaidistas, las madres de desaparecidos, con las familias víctimas de la violencia por la guerra del narcotráfico y son ellos quienes apoyan las grandes causas sociales de nuestro país.

Supe que la juventud representaba un poder prodigioso desde antes de 1968. Bastaba verlos discutir en torno a una mesa en la cafetería de la UNAM para saber que eran dioses. Bastaba mirar sus rostros encendidos en el pleito por la plusvalía y los derechos del trabajador para darse cuenta que conformaban la fuerza de nuestro país y que sus camisetas, sus clavículas, la mezclilla que se revienta en sus rodillas, sus tenis sin agujetas los hacía vivir al borde de sí mismos. Me regalaron sus imágenes verbales y desde entonces sé que todo lo suyo está ligado al fuego cruzado en el que crecen.

La amistad y el ingenio se forjan en las circunstancias más adversas.

Pensar en 1968 es rendirle tributo a un movimiento que cambió la vida de México. El régimen mostró lo peor de sí y los estudiantes lo mejor.

1968 es un parteaguas y un compromiso moral porque gracias a los muchachos de ayer, hoy somos más fuertes, más resistentes y le quitamos algo de su impunidad al poder. Aprendimos a denunciar y a resistir. Movimientos campesinos y obreros a lo largo de la república se reconocen deudores del 68.

Los estudiantes del 68 eran inteligentes, frescos, combativos, sabían cómo transmitir su mensaje, no tenían armas sino deseos de hacer el amor y de alfabetizar a niños sin escuela y a muchachas bonitas que tallan su ropa en el lavadero. Se burlaron de los granaderos y del Presidente de la República. Sal al balcón, hocicón, sal al balcón, bocón. Marcharon junto al rector Barros Sierra que hizo suya su causa. Únete pueblo, únete pueblo, únete pueblo agachón. Tomaron las calles, desacralizaron al Zócalo, cuestionaron el autoritarismo y cuando los acusaron de agitadores caminaron bajo una manta que decía: Estos son los agitadores: ignorancia, hambre y miseria. Recurrieron al silencio para hacerse oír como en la marcha del 13 de septiembre de 1968


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