Elena Poniatowska
Hoy en día, tal parece que México es un país al que todo le
duele, enfermo de corrupción, infectado de violencia, pero si uno se acerca a
su corazón escucha un latido tan enérgico que lo pone a temblar: el de su
juventud.
Los jóvenes
son mi fuerza, mi inspiración y mi orgullo. Creo en ellos como en el Santo Niño
de Atocha en el que confiaba Jesusa Palancares. Sin ellos no tendría sentido
teclear un día sí y otro también desde el año de 1953 hasta la fecha.
Sin los
jóvenes, México estaría irremediablemente perdido, sin aliento, sin nadie por
quién luchar, sin vuelo, sin futuro. La tienen difícil en estos años porque a
los egresados de las distintas facultades universitarias se les cierran las
puertas:
–¿Tiene
experiencia?
–Acabo de
terminar mi carrera.
–Lo siento.
Que pase el siguiente.
Muchos tienen
que trabajar para pagar sus estudios y al final se encuentran con que no hay
nada para ellos y el veredicto es inapelable:
No cubre usted el perfil para la vacante. Admiro a los jóvenes porque insisten y a veces logran su sueño a pesar de que México, hoy por hoy, es el país del desempleo.
Sin embargo,
son los jóvenes los que se ponen de pie porque la marginación los hace
sensibles a la injusticia y defender a los menos favorecidos; se identifican
con los grupos que los gobiernos se encargan de sepultar y resucitar cada seis
años con fines electorales. A lo largo del tiempo han sido solidarios con los
ferrocarrileros, con los mineros, con los indígenas, con los campesinos, con
los zapatistas, los paracaidistas, las madres de desaparecidos, con las
familias víctimas de la violencia por la guerra del narcotráfico y son ellos
quienes apoyan las grandes causas sociales de nuestro país.
Supe que la
juventud representaba un poder prodigioso desde antes de 1968. Bastaba verlos
discutir en torno a una mesa en la cafetería de la UNAM para saber que eran
dioses. Bastaba mirar sus rostros encendidos en el pleito por la plusvalía y
los derechos del trabajador para darse cuenta que conformaban la fuerza de
nuestro país y que sus camisetas, sus clavículas, la mezclilla que se revienta
en sus rodillas, sus tenis sin agujetas los hacía vivir al borde de sí mismos.
Me regalaron sus imágenes verbales y desde entonces sé que todo lo suyo está
ligado al fuego cruzado en el que crecen.
La amistad y el ingenio se forjan en las
circunstancias más adversas.
Pensar en 1968 es rendirle tributo a un
movimiento que cambió la vida de México. El régimen mostró lo peor de sí y los
estudiantes lo mejor.
1968 es un parteaguas y un compromiso
moral porque gracias a los muchachos de ayer, hoy somos más fuertes, más
resistentes y le quitamos algo de su impunidad al poder. Aprendimos a denunciar
y a resistir. Movimientos campesinos y obreros a lo largo de la república se
reconocen deudores del 68.
Sal al balcón, hocicón, sal al balcón, bocón. Marcharon junto al rector Barros Sierra que hizo suya su causa.
Únete pueblo, únete pueblo, únete pueblo agachón. Tomaron las calles, desacralizaron al Zócalo, cuestionaron el autoritarismo y cuando los acusaron de agitadores caminaron bajo una manta que decía:
Estos son los agitadores: ignorancia, hambre y miseria. Recurrieron al silencio para hacerse oír como en la marcha del 13 de septiembre de 1968
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